Imagen – El control de videojuegos bajo el peso de los impuestos
La Secretaría de Hacienda y Crédito Público incluyó en el Paquete Económico 2026 un nuevo gravamen del 8% a los videojuegos con contenido violento, tanto en formato físico como digital. La medida forma parte de las modificaciones al Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS) y se coloca en la misma categoría que cigarrillos, refrescos y apuestas, bajo el rubro de “impuestos saludables”.
Según la exposición oficial, el objetivo es desincentivar el consumo de videojuegos violentos en adolescentes, pues se les atribuyen efectos psicológicos negativos como ansiedad, aislamiento y mayor agresividad. La recaudación esperada sería de alrededor de 183 millones de pesos en 2026.
Entre mito social y recaudación fiscal
El debate en torno a este impuesto revive una vieja narrativa: la de los videojuegos como causa directa de violencia juvenil. Aunque estudios han encontrado correlaciones limitadas entre títulos de disparos o peleas y un aumento en la agresividad, la evidencia científica no ha demostrado una relación causal sólida. Organismos internacionales como la American Psychological Association han reconocido que el impacto depende de múltiples factores —familia, entorno, salud mental previa—, y no puede atribuirse exclusivamente al tiempo frente a la pantalla.
En México, el tema ha sido usado recurrentemente como argumento político y mediático. Desde alertas de reclutamiento criminal a través de plataformas en línea hasta casos aislados de delitos relacionados con videojuegos, la narrativa ha colocado a esta industria como chivo expiatorio de problemas mucho más complejos: violencia estructural, ausencia de regulación digital y falta de acompañamiento familiar.
En paralelo, el impuesto no es ajeno a la necesidad de fortalecer la recaudación. El Paquete Económico 2026 enfrenta un déficit fiscal de más del 4% del PIB y el gobierno busca recursos frescos sin aumentar impuestos generales. En ese contexto, los videojuegos violentos aparecen en la lista junto con otros consumos cuestionados socialmente, aunque sus efectos sobre la salud pública no sean comparables a los del tabaco o las bebidas azucaradas.
Un sector estratégico y en expansión
La medida llega en un momento en que México es ya el décimo mercado mundial de videojuegos y el primero en América Latina, con más de 76 millones de jugadores. La industria genera miles de empleos, impulsa sectores de desarrollo tecnológico y forma parte de la cultura juvenil. Aplicar un gravamen específico a ciertos títulos abre la puerta a un dilema: ¿hasta qué punto se regula por motivos de salud y hasta dónde se grava por razones fiscales?
Para los proveedores digitales, el impuesto implicará nuevas obligaciones administrativas: registrarse ante el SAT, emitir facturas con desglose del IEPS e incluso designar representantes legales en el caso de empresas extranjeras. El costo final, sin embargo, recaerá en los consumidores, que verán incrementos en los precios de títulos clasificados como C y D.
Lectura de fondo
Más que un debate sobre la violencia en los videojuegos, esta propuesta pone de relieve cómo se reciclan viejas percepciones para justificar nuevas medidas fiscales. Desde los años noventa, tras sucesos como Columbine en Estados Unidos, los videojuegos han cargado con la etiqueta de detonantes de agresividad juvenil. Sin embargo, investigaciones posteriores han demostrado que estas narrativas simplifican problemas mucho más profundos.
En México, donde la violencia responde a factores estructurales como crimen organizado, desigualdad y debilidad institucional, señalar a los videojuegos como un problema de salud pública luce desproporcionado. El nuevo IEPS parece responder menos a la evidencia científica y más a la lógica recaudatoria: ampliar la base de contribuyentes a través de un sector rentable y socialmente estigmatizado.
El riesgo es que esta política refuerce mitos en lugar de desmontarlos, colocando a una industria cultural y tecnológica en el mismo saco que consumos con consecuencias médicamente probadas como el tabaco o el azúcar. Al final, lo que está en juego es cómo el Estado construye su narrativa de “prevención” y si esta responde realmente a la evidencia o a la necesidad de cerrar las cuentas públicas.